viernes, 20 de julio de 2012

Aquel frío enero del 72

Crónica del viaje a León de los delegados de la Escuela

Vicente Borrás y Miguel Lorente (narrado por Lorente)

Parecía como si a nosotros los ecos del mayo del 68 nos hubieran llegado en el curso 71-72, porque aquel año el cuerpo nos pedía protestar por cualquier cosa. Además de vernos afectados, como todos, por las corrientes ideológicas que circulaban, en nuestro caso teníamos el problema de las “Atribuciones profesionales” que nos afectaba más directamente. Los compañeros de la escuela de León organizaron para el 29 de enero, festividad de Sto. Tomás de Aquino, una asamblea de todas las escuelas de España para tomar una postura común. Nosotros convocamos una asamblea previa(en el aula de dibujo de la última planta) para decidir la asistencia a León. A esta reunión asistió Adolfo Fernández Checa y algún otro profesor. Recuerdo este detalle porque estaba a mi lado y en voz baja me instigaba a “continuar con la lucha en defensa nuestra dignidad y de nuestros derechos profesionales”. En la asamblea se decidió que Vicente Borras y yo, como delegado y subdelegado de la escuela, acudiéramos a la reunión, y para sufragar los gastos del viaje se hizo una colecta entre los asistentes. Un compañero sevillano de primero, de buena planta, calzado con botas camperas y aspecto de ser asiduo de la Feria de abril, aunque en aquel momento le importaba muy poco las atribuciones, se ofreció a llevarnos con su coche que la memoria prodigiosa del Boss Borrás apunta que era un Fiat 1.500 de color anaranjado indefinido y aspecto de no llegar muy lejos.
28 de enero, jueves.
Después de comer partimos de la escuela con moral de conquista. Un grupo de compañeros nos despidió dándonos ánimos. A la expedición se unió una joven de Sevilla, guapa, rubia, de altas caderas, de nombre Carmen según Borrás, y novia del compañero que nos llevaba en su coche. Yo que era de tierra fría llevaba una trenca de pana, pero los otros, de tierras cálidas, portaban unas escuetas cazadoras como ropa de abrigo. Por lo visto desconocían los rigores de la Meseta. En Tarancón tuvimos que detenernos para que el renqueante Fiat recuperara el aliento. Y hablando de fatiga el sevillano recordó un chiste que encargó contar a su novia porque, según decía, él no tenía la gracia que se supone a los andaluces. En cambio Carmen sí que la tenía y con su gracejo andaluz y el acento mejicano empezó a contar la historia. Se trataba de una pareja de mejicanos a los que sus respectivos cónyuges, Pancho y Lupita, les habían puesto los cuernos liándose entre ambos. El mejicano se lamentaba con su acento característico: “Qué dolor. Mi Lupita y tu Panchito nos han engañado”. Entonces la mejicana le propone: ¿Y si nos vengamos?”; “Pues nos vengamos”, responde el otro, y seguidamente se van a la cama. Al rato, ya recuperados de la fatiga, empiezan a lamentarse de nuevo porque no podían imaginarse que con lo enamorados que estaban de sus respectivas parejas, les hubieran engañado de esa manera. Entonces la mejicana propone otra rabiosa venganza y de nuevo empiezan a descargar odio hacia ellos. Pero por lo visto el cariño que les tenían no lo podían ocultar y la mejicana vuelve a proponer nueva venganza. Transcurrido un rato otra vez la mejicana vuelve a mostrar su resentimiento y el deseo de vengarse de su Panchito. Pero esta vez su compañero, con voz entrecortada, le responde: “¿Sabes que ya no me queda una pizquita de rencor?”
Después de seis horas largas de viaje llegamos a Madrid. Carmen tenía unas hermanas estudiando allí y fuimos a su casa donde cenamos. Sobre las 12 de la noche reanudamos el viaje: Teníamos que estar en León al mediodía. Al salir del túnel de Guadarrama y parar en el peaje, un termómetro gigante marcaba -14 ºC y en el suelo se veían montones de nieve acumulada por las máquinas limpiadoras. Era la primera vez que mis compañeros de tierras cálidas veían nieve mientras aseguraban que esa temperatura era imposible y que el termómetro debía funcionar mal. Eso me vino bien a mí para contar historietas invernales de mi pueblo, Jarque de Moncayo, y presumir de estar habituado al frío.
La noche estaba despejada y por la carretera no circulaba ni un triste camión de larga ruta. A nuestro ritmo el viaje transcurría plácido y en el asiento de atrás Borrás y yo nos dormimos. De pronto el coche se para. El motor funcionaba bien pero no entraban las marchas. El conductor no tenía la mínima idea de mecánica pero en seguida Borras, el alumno aventajado de la asignatura de Motores, vaticinó: “La caja de cambios”. A las dos de la madrugada en medio de un páramo donde el vapor de la respiración se congelaba, poco se podía hacer. Sacamos el coche de la carretera empujando y nos pusimos a dormir en el interior tapados con toda la ropa que llevábamos, a la espera del nuevo día.
29 de enero, viernes
A las ocho de la mañana nos despertó un ruido de alguien que, para ver el interior, raspaba los cristales cubiertos por una gruesa capa de escarcha. Era un mecánico probador de la Renault de Valladolid que muy amable examinó el coche y coincidió con el diagnóstico de Borras. Estábamos cerca de Arévalo, en la provincia de Ávila en medio de la nada, pero nuestro socorrista nos tranquilizó porque en el pueblo conocía a un mecánico que nos solucionaría el problema rápidamente y podríamos estar en León a la hora. Con su coche nuevo sin matricular que Vicente miraba con envidia, nos llevó al taller a él y a mí, explicó al encargado el caso y, éste, rápidamente salió con una grúa en busca del Fiat averiado. Cerca del taller estaba la estación de ferrocarril y en la cantina nos tomamos una copa de Chinchón para entrar en calor. Mientras Vicente lo sorbía con gesto de que algo le abrasaba las entrañas, pensaba que no resistiría aquellas temperaturas abrigado con una cazadora que solo le cubría hasta la cintura.
El taller cumplió con lo prometido. Cambió la vieja caja de cambios por otra similar sacada de un desguace, y a las 12 emprendimos el viaje … pero buena parte del dinero recaudado se había esfumado. Con optimismo nos plantemos pedir ayuda en León a los compañeros para la gasolina del regreso. Ya en León fuimos al lugar de la cita pero en la puerta de la escuela donde se iba a celebrar la reunión, una patrulla de “grises” vigilaba la entrada. Los anfitriones nos llevaron a un piso del que recuerdo su estado mugriento. Estábamos de pocas escuelas y aunque Vicente tiene buena memoria, poco importa después de tantos años hablar de esas cosas.
Al acabar nos fuimos de fiesta que para eso era Sto. Tomás de Aquino. Cuando se cerraron los bares nos llevaron al único que permanecía abierto en las afueras de la ciudad. Hubo que coger los coches y el nuestro recién remozado nos parecía flamante porque nadie tenía un Fiat. De regreso nuestro Fiat se hartó de seguir. En un principio pensamos que el mecánico de Arévalo nos había engañado, pero esta vez era la transmisión y ya no teníamos dinero ni para repararlo ni para regresar en tren. El martes 2 de febrero teníamos que estar en Valencia.
30 de enero, sábado
Decidimos mandar el coche a Valencia en tren a portes debidos y nosotros regresar en auto-stop al día siguiente porque no era prudente salir tan tarde. Los leoneses nos ayudaron a los trámites de la facturación, creo que nos invitaron a comer conocedores de nuestras penurias, y allí pasamos el día pero no visitamos la catedral. Tengo un recuerdo por la noche en un bar en el que Vicente hambriento y consumido por el frío, se jugó al pulso con un minero una cazuela de sopa humeante y reanimadora. Cuando se lo cuento apostilla que el bar se llamaba “La Mina” y que la sopa era de cebolla. Yo discrepo en esto y aseguro que era una sopa castellana, pero tampoco es para ponernos a discutir ahora por ello.
31 de enero, domingo
Nos levantamos temprano, pagamos la pensión y desayunamos un café con leche. El dinero de la recaudación hacía tiempo que se había agotado y el poco que nos quedaba debíamos administrar con exquisita mesura. Salimos a la carretera, los sevillanos por un lado y nosotros por otro, con el propósito de juntarnos en Madrid, en la casa de las hermanas de Carmen. Ellos llegaron por la noche después de cambiar varias veces de vehículo. En un camión, mientras el sevillano dormitaba en el camastro de la cabina, el camionero intentó tocar los pechos a su novia sentada en el asiento de la derecha y, como es fácil entender, tras la reacción histérica de ella la pareja fue expulsada del camión y abandonada en plena meseta castellana. Nosotros, tras varios cambios de coche sólo conseguimos llegar a Valladolid. Uno de esos cambios se produjo cerca del aeropuerto de Pucela, allá donde siempre sopla el viento y hace que en las carreras ciclistas se formen abanicos. En Valladolid veíamos pasar numerosos coches de esquiadores pero nadie se detenía ante un cuerpo tembloroso con el dedo pulgar izado y amoratado por el viento helado que soplaba. Yo me protegía las orejas con la capucha de la trenca de pana, pero Vicente, con su cazadora apropiada para el clima de Valencia, padecía lo indecible acurrucado en forma esférica intentando conservar mejor el calor desprendido por el metabolismo de su organismo desnutrido (nos manteníamos con el café de la mañana). No me explicaba cómo podía resistir en aquellas circunstancias si yo, más abrigado, tiritaba. Después he visto que era un tipo mentalmente fuerte capaz de sobreponerse en situaciones extremas.
Cuando el sol se ocultó y la noche se acercaba, exhaustos por el frío y el hambre decidimos abandonar la aventura. Fuimos a la estación de Renfe, vimos que podíamos comprar dos billetes a Madrid en un tren nocturno y aún nos quedaba para un bocadillo y algún pequeño vicio decente. Pasamos la tarde en los bares sin tomar nada o sin pagar lo que tomábamos y, para aguantar hasta la hora de la salida, aún pudimos ir al cine a la última sesión de la película “Pequeño gran hombre” protagonizada por Dustin Hoffman y Faye Dunaway. Cuando llegamos a la estación el andén estaba abarrotado de soldados de Madrid que habían vuelto a casa de fin de semana.
1 de febrero, lunes
Pensábamos dormir en el tren pero venía completo. En el pasillo, rodeados de soldados, coincidimos con una chica que trabajaba en Madrid y había vuelto aquel fin de semana a su casa. En medio de un ejército sin la dosis de bromuro que se suministraba en los cuarteles, según se decía, ella encontró refugio en nosotros. Le contamos nuestras penurias y en Medina del Campo nos compró unas cervezas y nos dio el bocadillo que, con todo el cariño, su madre le había preparado para el almuerzo. Pero el agotamiento pudo con nosotros y acabamos durmiendo en el pasillo sin que sintiéramos las botas de los soldados cuando pasaban por encima de nosotros. Llegamos a la estación Príncipe Pío de Madrid cuando las primeras luces del alba anunciaban un nuevo día. Posiblemente nuestra buena amiga vallisoletana nos pagara el billete del Metro que abandonamos en la Plaza de Castilla, la parada menos lejana de la casa de las sevillanas. Caminamos entre trabajadores con ojos de sueño portadores de bocadillos envueltos en hojas de periódico que atraían nuestras miradas. Llegamos a la casa, llamamos al timbre, despertamos a las inquilinas, y después las preguntas y los comentarios. Yo no tenía fuerzas para hablar pero Borrás ya se había recuperado. Me metí en una cama de alguna chica que se acababa de levantar y sólo recuerdo que llamaron a la puerta del piso. Por la mirilla vieron que era la hermana del novio de una de las chicas que nos habían cobijado y, ante el temor de que no comprendiera que aquello no era lo que parecía, decidieron no contestar y ponerle después la excusa de que ese lunes habían madrugado más porque tenían examen.
Comimos en casa temprano lo que tenían, que no era mucho, y una de las chicas decidió venirse con nosotros a Valencia. Vicente y yo la animamos pero por dos motivos diferentes. Aquí tengo que pedir disculpas a Borras por mi egoísmo, porque como coger a dos chicos en la carretera era más difícil que a uno, encontré una coartada para irme solo ya que era evidente que Vicente se iba a ir con ella. Fuimos en metro hasta Vallecas y al poco de ponerme con el dedo pulgar izado, un coche se detuvo: ¡Iba también a Valencia! El conductor me pareció mayor, sobre 40 años (cuánto relativismo) y durante el viaje tuvimos tiempo para hablar y contarle nuestras desgracias. En la provincia de Cuenca paramos a descansar en un bar de carretera pero yo, prudente o estratégicamente, como no podía pagar me quedé fuera. Él me hizo entrar, sobre todo cuando comprobó con aquella actitud que no era un “jeta”, y me invitó a merendar un suculento bocadillo de jamón con un vaso palmero de vino y gaseosa mientras él se tomaba un escueto café. Al llegar a Valencia, a pesar de mi hipócrita oposición, se empeñó en llevarme hasta mi casa en la calle de Lérida, junto a la de Sagunto.
Los sevillanos también llegaron ese día a Valencia pero Borrás y su compañera lo tuvieron más difícil (o no) porque llegaron un día más tarde, justo cuando ya habíamos empezado la asamblea. El último conductor que los cogió, un ingeniero de minas, dada la hora que era y lo difícil que les iba ser que alguien los montara, les propuso llevarles a Cuenca para que durmieran allí y continuaran viaje al día siguiente por la mañana. Les dio 500 pesetas para sobrevivir y con el dinero se compraron en una tienda un pan y embutido y buscaron una pensión cerca de la estación con la única calefacción que el calor que desprende el cuerpo humano. Ya sé que algunos querrían que contara con más detalle lo acontecido aquella noche en Cuenca para comprender la esencia del viaje, pero se comprenderá que hay ciertas cosas personales, ajenas a nuestro papel de delegados, que no estamos obligados a explicar.
2 de febrero, martes
Aquella noche yo dormí como nunca. Como durmiera Borrás no es momento de sacarlo a colación, pero al día siguiente bien temprano, él y su compañera (de viaje) volvieron a la carretera (la responsabilidad era la responsabilidad). Sin embargo la suerte siguió siéndoles esquiva y cuando por la tarde, en la asamblea, yo había empezado a narrar lo acontecido, aparece el bueno de Vicente desaliñado y demacrado gritando: ¡Qué alguien me suba del bar un bocadillo y una cerveza!
Después de 40 años no recuerdo nada de lo tratado en la asamblea. Solo sé que hubo una nueva colecta para pagar el transporte del Fiat y su posterior reparación, pero la recaudación fue tan pobre, como las del cepillo de las iglesias, que el padre del sevillano, seguramente igual que tantas veces, tuvo que asumir los gastos de su hijo que, de forma altruista, decidió acompañarnos sin preocuparle lo que a nosotros nos inquietaba.
Epílogo
El problema de la “Atribuciones” parece que ahora tiene visos de solución: Con el Plan Bolonia han desaparecido las Ingenierías Técnicas. Está claro que aquel viaje a León no sirvió para derribar los muros del poder clasista, pero fue útil para que dos jóvenes vitalistas e ilusionados tomáramos conciencia de que con intención es posible resistir y adaptarnos a las adversidades. En ningún momento nos importó el frío y el hambre, ni nos sentimos desgraciados con tanta contrariedad; al contrario, éramos felices sintiéndonos representantes de nuestra Escuela y creyendo que luchábamos por una causa justa. Mirando hacia atrás ahora llegamos a la conclusión que la vejez no viene con las canas ni con la caída del pelo, sino cuando somos incapaces de adaptamos al transcurrir del tiempo, cuando nos convencemos de que no podemos más, y que las cosas no tienen arreglo. Y somos ancianos cuando creemos que todo lo sabemos.
Este revival de 40 años nos hace ver que ahora la “Atribuciones” que tenemos que reivindicar no son las del trabajo, sino las de la felicidad cotidiana. Nuestra compañera Mercedes, la “albaceteña de Zaragoza”, dice que necesariamente “tenemos que añadir vida a los años y no años a la vida”. ¿Es preciso convocar una asamblea para debatir esto? Si hay que hacer algo, Vicente Borrás y yo estamos dispuestos a viajar de nuevo a León o a donde haga falta.
20 de julio de 2012

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